Manuel Baras Artés, fusilado por los franquistas en las Puertas de Tierra de Cádiz en enero del 37
En el momento del golpe militar, él era el Jefe de la Guardia Municipal de Cádiz y creo que llevaba en ese cargo muy poco tiempo y que antes no había desempeñado ningún cargo público. Pero, según parece, los planes de los golpistas incluían una eliminación sistemática de una serie de cargos, entre ellos, los jefes de guardias municipales. Y, en todo caso, mi abuelo sí se significó en su vida privada por una actitud progresista y republicana. Era masón, de la logia de Hirám, según he podido saber ahora por los documentos que me envían los historiadores (a quienes, dicho sea de paso, les agradezco enormemente su trabajo) y miembro del Partido Radical, aunque, según he oído, prácticamente todos los masones tenían la consigna de afiliarse a ese partido.
Era, como he dicho, de mentalidad progresista, y eso le debió de hacer chocar más de una vez con las fuerzas conservadoras de la ciudad. Un hecho que creo significativo es que, allá por las años 20, echó de su casa al cura que se presentó allí, sin que nadie le invitara, cuando murió su mujer, mi abuela. Nadie había llamado al cura, por lo que creo que mi abuelo tenía razón, más cuando decían que lo había hecho bastante educadamente, pero supongo que acciones como esa, que debió ser muestra de su actitud general de manifestación pública de su agnosticimo, debieron de pesar bastante en su destino cuando llegó el golpe. En el otro extremo, también he oído que, ya en los meses del Frente Popular, mi abuelo avisó a la parroquia cercana de que esa noche podían intentar quemar la iglesia, para que salvaran lo que pudieran.
Yo creo que las dos acciones unidas definen bastante la personalidad de mi abuelo. Por lo que me contaba mi padre, y por su propia forma de ser, que yo creo que estaba bastante influida por la educación que recibió, mi abuelo debía de ser un liberal progresista, que tenía como principios básicos que nadie era más que nadie, que cada cual debía poder pensar y vivir según sus principios y que todo el mundo tenía, juntos a sus derechos, sus obligaciones, derivadas fundamentalmente del respeto a los demás y que se debían cumplir escrupulosamente. “Era muy recto”, decía mi padre siempre. La honradez, la palabra dada, el respeto al pensamiento ajeno... parece que eran valores fundamentales en su vida. Debía considerar la educación un camino esencial para esa sociedad más libre que pretendía y a mi padre, cuando tenía 8 años, segunda mitad de los años veinte, lo apuntó en los exploradores y en clases de inglés. En el poco tiempo que fue jefe de la Guardia Municipal, parece que una de las normas más rigurosas que impuso fue que ningún guardia podía aceptar regalo alguno, por mínimo que fuera.
Mi abuelo nació en Gijón, pero creo que era un representante genuino de un tipo de familia del Cádiz de aquella época, pues su padre era marino mercante y toda la familia se trasladó a Cádiz porque era el puerto donde el barco en el que estaba, que hacía rutas transatlánticas, hacía escala. Imagino que ese ambiente familiar contribuyó a que mi abuelo tuviera una visión bastante abierta del mundo. Ya adulto, viajó dos veces a Cuba, y en la segunda ocasión, ya con su mujer (mi abuela) y sus tres hijos, se instaló allí una buena temporada, en Camajuaní, según he oído siempre, y parece ser que, como suele decirse, “hizo las américas”, aunque fuera modestamente, pues al cabo volvió a Cádiz y montó varios negocios, de los que sé que uno fue una bombonería y otro, una tienda de importación y exportación de bacalao que se llamaba “La casa Escocia”. No sé cómo se desarrollarían las cosas para que, en el momento del golpe militar, él fuera el jefe de los municipales, pero parece que su trayectoria profesional en Cádiz fue fundamentalmente como comerciante.
En el momento del golpe militar, según he oído siempre, mi abuelo acuarteló la guardia municipal en el ayuntamiento para defenderlo, pero no hubo ningún enfrentamiento armado porque enseguida tuvieron noticias de que el golpe había triunfado militarmente en Cádiz y era inútil cualquier resistencia de la guardia municipal. Después he sabido también que, durante el acuartelamiento, mi abuelo desarmó a los guardias que no creía fieles a la república.
Parece que enseguida fue detenido, aunque, por otra parte, también he oído siempre que sus hijos, de 18 a 21 años en esos momentos, le dijeron que se fuera a Gibraltar y que mi abuelo respondió que él no había hecho nada por lo que tuviera que huir a ningún sitio. Esta respuesta: “yo no he hecho nada por lo que tenga que temer nada”, he sabido después que la dieron otras muchas víctimas del golpe militar. Y lo que muestra, para mí, es que la violencia que desataron los golpistas, la masacre que hicieron, era inimaginable. Nadie, o muy pocos, sospecharon el salvajismo, los asesinatos, el aniquilamiento que estaba por venir. Por eso pillaron a mucha gente en sus casas o incluso entregándose a los rebeldes. También, lógicamente, debía influir la situación familiar de cada uno. Mi abuelo era en ese momento el único sostén de una familia de tres hijos, una abuela y una tía, porque mi abuela, su mujer, ya había fallecido años antes.
Tras su detención, empezó para mi abuelo un periplo por cárceles varias: cárcel de Cádiz, castillo de Santa Catalina, Penal del Puerto... Mi padre, el menor de los hijos y el único varón, le llevaba muchas veces el cesto de comida, ese que en muchas ocasiones fue el motivo de saber que el detenido en cuestión había sido fusilado, con la frase del carcelero de: “esa persona ya no necesita esta comida”. Con mi abuelo fue igual: alguien le dijo a mi padre en la calle, cuando iba con el cesto, que ya su padre “no lo necesitaba”.
Muchas cosas me han contado de ese periodo en el que estuvo detenido. Según mi tía mayor, Varela, uno de los generales golpistas, que era de San Fernando, le prometió que a mi abuelo no le pasaría nada mientras dependiera de él, por lo que mi familia pensaba que la orden del fusilamiento probablemente llegó de Sevilla.
Mi padre, un muchacho joven y atrevido en esa época, hablaba con quien podía. Según él contaba, a veces recibían en su casa llamadas anónimas que les aseguraba que su padre iba a ser fusilado esa noche. En una de esas ocasiones, mi padre se fue de madrugada a la plaza de toros, uno de los lugares de fusilamiento, y vio los de esa noche. Pero alguien le vio a él también. Sin descubrirlo públicamente, se le acercó y le preguntó que estaba haciendo allí. Y mi padre le contó lo que le habían dicho: que su padre iba a estar esa noche entre los fusilados. El otro le dijo que no y que, por su bien, no debía hacer nunca más lo que había hecho esa noche, porque le podía costar muy caro.
En otra ocasión, un nuevo rumor de que el fusilamiento era inmediato, le hizo ir a la casa del nuevo jefe de los municipales, que le recibió, pues, como ha pasado en tantos sitios, estuvieran tras el golpe en un bando o en otro, en Cádiz casi todos se conocían e, incluso, podían haber sido amigos. , Ante la insistencia de mi padre de que hiciera algo porque iban a fusilar a su padre esa noche, el nuevo jefe de los municipales le enseñó una lista de nombres, la de los que sí serían fusilados, y le dijo: ¿Ves el nombre de tu padre ahí? Pues vete tranquilo, entonces. Pero no vuelvas más ni digas a nadie que te he enseñado la lista”.
También recuerdo la historia de que, en otra ocasión, alguien le informó de que iban a trasladar a su padre del penal de El Puerto a Cádiz tal día, a tal hora, y que, si estaba entonces en la estación de tren, lo podría ver pasar. Allá fue mi padre y, efectivamente, cuando llegó el tren de El Puerto, lo vió bajar escoltado por dos guardias. Mi padre procuro pasar desapercibido hasta que lo tuvo cerca y, entonces, se dejó ver y lo llamó. Según mi padre contaba, mi abuelo, que iba desaliñado y parecía haber envejecido años, le miró como sin entender y, todavía con voz incrédula, le llamó por su nombre: “Paquito”. E inmediatamente después, ya con mucha más energía: “¿Y las niñas, cómo están?”, refiriéndose a sus hijas. Mi padre contaba que nunca se le había quebrado tanto la voz y nunca había hecho tanto esfuerzo para que no se le notara y que le respondió: “Bien, papá. Todos estamos bien”; que su padre hizo ademán de acercarse pero que los policías que le custodiaban lo agarraron por los brazos y se lo llevaron y que a él uno de ellos le dijo que se fuera inmediatamente de allí. Muchas de las andanzas de mi padre en esos días las hacía junto al hijo de un vecino de su misma edad cuyo padre también estaba detenido.
He sabido después que hubo un juicio, aunque nunca oí a mi padre hablar de él. El juez instructor, hoy lo sé, se llamaba Ángel Fernández Morejón, y ese nombre, aunque no en boca de mi padre sino de otros familiares, sí que lo he oído en mi casa.
Sí he sabido siempre que a mi abuelo lo mataron junto con Corripio, que era un concejal del ayuntamiento republicano. Yo he ido muchas veces con mi padre, de chica, al cementerio, adonde el iba con regularidad a visitar las tumbas de su madre y su padre y también, siempre, la de D. Manuel de la Pinta, el último alcalde republicano de Cádiz, también fusilado. Y en una de esas visitas, no sé cómo se pudo dar, mi padre vio una sala abierta del cementerio y me dijo: “Mira, en esa sala, en una camilla, pusieron a mi padre una vez muerto hasta que lo enterraron”. Es decir, nosotros somos uno de los casos en que siempre hemos sabido dónde estaba mi abuelo, aunque ha sido en estos tiempos cuando me he enterado que no figura como fallecido en el Registro Civil, con lo que, a efectos legales, es un “desaparecido”.
Mi abuelo era conocido en Cádiz y, según parece, no fueron pocos los que ayudaron a la familia una vez él fue fusilado. No sé quien incluso le puso una esquela en el Diario de Cádiz, con su cruz y sus bendiciones correspondientes (no creo que le hubiera gustado mucho a mi abuelo, pero supongo que la habría dado por buena si ayudaba a su familia a salir adelante). Entre la gente que les ayudó, mi padre siempre nombraba “a la de Ibisson”, dueña de una empresa de transportes, que le dió un trabajo de cobrador. Mis dos tías se colocaron de telefonistas en un hotel, creo que en el Atlántico. Mi bisabuela perdió la cabeza y se escapaba por las noches para buscar a su hijo. Al poco, llamaron a mi padre a filas, en el ejercito golpista, y, según él contaba, mis tías le decían que no “hiciera locuras” (pasarse al otro bando), porque ellas seguían allí, con su abuela y su tía. Y así transcurrieron las cosas. Mi padre hizo la guerra con los nacionales, aunque se mantuvo como soldado raso, a pesar de que le ofrecieron ascensos por ser bachiller. Y mis tías siguieron en Cádiz, manteniendo a la familia: la abuela y la tía, con sus trabajos de telefonistas. Les quitaron todo lo que tenían de valor, pero no la casa, porque estaba a nombre de mi bisabuela. Contaban que, en el requisamiento que hicieron en su casa, le pidieron a uno que se llevaba un marco de plata que les dejara la fotografía. También decían que no faltó gente en la calle que les gritara que eran hijas de un fusilado.
Al volver de la guerra, mi padre estuvo colocado en “Abastos”, según lo llamaba él. Pero en un determinado momento, ya con familia propia, lo echaron junto con otros, según he oído difusamente, porque había que colocar a inválidos de guerra. Como mi padre tenía el título de maestro, montó un colegio privado y así se ganó el resto de su vida, sabiendo por el cura del barrio, que se lo contaba, que, de vez en cuando, la policía pedía informes suyos.
Creo que yo siempre he tenido interiorizado que nosotros eramos de “los perdedores”, no sólo por lo que yo ya sabía de mi abuelo, sino por los comentarios que mi padre me hacía en ocasiones. Una vez, por ejemplo, en la plaza de abastos de Cádiz: “Mira, a ese le mataron a un hermano. Pero esto no se puede contar por ahí”. O cuando yo me fui a estudiar a Madrid, ya en los años 70, y me decía a veces: “Ten cuidado con lo que haces, que ya sabes que yo podría tener problemas con el colegio”. Pero, a la vez que digo esto, digo que me he criado en la idea de que nosotros podíamos ir con la cabeza más alta que nadie, porque mi abuelo había muerto por sus ideales y los “otros” eran unos dictadores fascistas.
Hará cosa de diez años, con motivo del cierre del cementerio de Cádiz, fuimos a sacar los restos de los nichos de nuestra familia y, una vez hecho, el sepulturero, con discreción nos dijo: “¿Hubo alguien aquí que muriera de muerte violenta?” Mi madre, que no es hija sino nuera de mi abuelo fusilado, pero a la que le duele y le indigna su muerte como si hubiera sido la de su propio padre, le contestó muy reivindicativamente que sí, que su suegro, al que habían fusilado en la guerra por ser republicano. El sepulturero, entonces, cogió un cráneo con un agujero en un lateral y nos dijo señalando el agujero: “Pues miren, éste es el tiro de gracia. Ya he visto muchos así y, aunque ustedes me hubieran dicho que no, sé lo que esto significa”.
Mi padre llegó a vivir bastantes años en democracia y tuvo la satisfacción de ver el fin de la dictadura y la llegada de un gobierno socialista. Pero en lo que se refería a su padre, él no vivió ningún cambio social, ningún tipo de reconocimiento ni dignificación ni de su padre como víctima de la dictadura, ni de él mismo, “víctima” también toda su vida de ser “hijo de rojo”, como se solía decir. Y llegó al final de sus días viviendo esa tragedia exactamente igual que la había vivido en el franquismo y que el propio franquismo le había impuesto: un drama suyo, personal, que le acompañaría siempre pero que, socialmente, “no existía” y era obligado olvidar.
A mi abuelo Manuel Baras Artés, por Rosa Baras Gómez . 25/04/2012