LA TRAGEDIA DE UN HOMBRE SENCILLO
Alfonso Morón de la Corte pudo haberse librado de la muerte, pero permaneció en Huelva para asegurarse la salvación de su hijo mayor, Alfonso Morón Bellerín.
La víspera del golpe militar, mi abuelo ya conocía de la sublevación que se preparaba y temía por mi padre. Estaba convencido de que él no se salvaría pero mi padre no había sido masón aunque los fascistas no iban a perdonarle su corta trayectoria intelectual y democrática, como así fue. Mi abuelo, tras dar instrucciones a mi padre para que huyera a Portugal, empezó a mover sus influencias para dejar garantizada la vida de su hijo y esto le hizo perder el barco en Ayamonte que lo hubiera salvado a él cambiando la muerte segura que le esperaba en Huelva por el exilio a México.
A pesar de todo, Alfonso Morón hijo cayó en manos de los sublevados, fue detenido en Zafra cuando se encaminaba a cruzar la frontera portuguesa. Ya en la cárcel, lo sacaron una mañana al paredón y cuando iban a disparar llegó un telegrama para que saliera de la fila, fruto de las gestiones de mi abuelo. Siguió encarcelado y un familiar que fue a visitarlo le comunicó en la cárcel que habían matado a su padre. Unos meses después le tocó por su quinta ir a la guerra de parte de los nacionales y lo enviaron al frente, aunque él siempre decía que no pegó ni un solo tiro. Estuvo todo el tiempo en la enfermería (esto lo contaba él así y mi madre lo corroboraba) y volvió a su casa a Huelva, finalmente, con una enfermedad neurológica que le duró toda su vida. Nunca supimos bien por qué ni cuál hubiera sido el diagnóstico. Yo siempre decía que la dignidad de mi padre murió en aquel paredón.
Alfonso Morón Bellerín no volvería a Huelva hasta poco antes de acabar la guerra. Su madre, mi abuela Rocío sobrevivió con sus otros cuatro hijos gracias a la ayuda de familiares. En 1940 plantó cara al Ayuntamiento de Huelva y solicitó la pensión de viudedad. Finalmente le conceden en un Pleno municipal la pensión de 2.062,50 pesetas anuales, equivalentes al 25% de lo que cobraba mi abuelo cuando estaba en activo. Con eso y con las clases particulares que daba mi padre, pudieron sobrevivir.
Las represalias por hijo de republicano y masón, y por haber sido él mismo preso en cárcel franquista se materializaron para mi padre en forma de inhabilitación profesional. Después de la guerra conoció a mi madre, Ana Hernández Marín, a quien los fascistas le habían fusilado a un hermano en Sevilla por planear el intento de detención de Queipo e invertir el curso de la guerra. Compartían un drama común. Se enamoraron enlutados hasta las cejas y fueron cómplices clandestinos contra Franco toda su vida. Mi madre consiguió un trabajo en Sevilla, adonde nos trasladamos a casa de una hermana de mi madre mientras mi padre permaneció en Huelva liquidando las deudas. Finalmente, vivimos todos exiliados en Sevilla.
Su voluntad de ser libre e instruido a pesar de los horrores que había vivido y cuyo símbolo era un temblor invalidante en la mano derecha le obligó, entre otras cosas, a aprender a escribir con la mano izquierda. Autodidacta y poeta clandestino, mi padre era conocido en el barrio de La Candelaria donde vivíamos durante mis primeros años de vida como “el maestro”.
Siguió sin poder trabajar y formándose en casa hasta el año 1965 (yo tenía 13 años). Entonces pudo examinarse en la Escuela Central de Idiomas y obtener el título de francés. A partir de ahí dio clases a los alumnos de bachillerato en Los Salesianos de Triana y en el colegio Santo Tomás de Aquino, hasta su jubilación. Después de su muerte a los 70 años a consecuencia de una trombosis, he conocido a muchos alumnos suyos que lo recordaban con afecto y me contaban cómo el primer día de clases mi padre les enseñaba La Marsellesa.
En medio de los recuerdos de mi infancia, del miedo y las estrecheces consecuencias del estigma político por el pasado republicano en los años oscuros de la dictadura franquista, la imagen de mi padre va cambiando dentro de mí, desde su enorme tristeza escondida tras unas gafas oscuras que llevaba siempre y su carácter huraño cuando yo era pequeña, hasta transformarse en el hombre admirable y tierno, bondadoso y alegre que terminó siendo al suavizarse sus heridas. Cuando, en mi adolescencia, conocí toda su historia y la de mi abuelo, aprendí a quererlo y admirarlo de verdad, en toda su dimensión. Y hoy su recuerdo me llena de ternura y conecta con mi ser más profundo. También me dejó sus poemas, sus sonetos que llevo grabados en mi alma.
23 de abril de 2012.
A MI PADRE, ALFONSO MORÓN BELLERÍN.
Concha Morón Hernández |